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El camino hacia el abismo

Capítulo 5

Nos alejamos de toda esperanza,

hacia el juicio final

Treinta y una mujeres, acusadas de brujería, viajábamos en carromatos custodiados por hombres armados, rumbo a Logroño. Más de 300 personas habían sido señaladas en el valle del Baztan, pero nosotras éramos las elegidas para enfrentar el juicio final. Cada giro del camino parecía llevarnos al abismo. Nadie hablaba mucho, aunque el silencio estaba cargado de miedo. Nos alejábamos de nuestros hogares, nuestras familias, y tal vez, de cualquier esperanza de justicia.

El silencio era pesado, roto solo por el crujir de las ruedas y el golpeteo de las cadenas. Algunas intentaban contener las lágrimas, otras murmuraban oraciones entre dientes, pero todas compartíamos el mismo miedo. Cada mirada cargada de resignación reflejaba la certeza de que nuestra suerte ya estaba echada. Nos alejábamos de nuestras familias, de nuestras vidas, y quizás de cualquier posibilidad de justicia. Lo único que nos unía era el temor que crecía con cada kilómetro recorrido.

imagen de un María y sus compañeras de camino a Logroño en carromato. en un dibujo en blanco y negro
imagen María dentro del carro enfadada

¿Qué crimen hemos cometido?
Esto no es justicia, es una humillación

Imagen de los carromatos
Imagen de las mujeres preocupadas dentro del carro

Si confesamos, dirán que somos culpables. Si no, nos torturarán hasta quebrarnos. Nos arrancan de nuestras vidas para cumplir su teatro de justicia; nosotras no somos las culpables, ¡¡ellos lo son!!

Algunas temían lo que nos harían al llegar, otras dudaban de su capacidad para soportarlo, y todas sabíamos que nuestras confesiones, reales o inventadas, no cambiarían nuestro destino. A pesar de ello, en esos murmullos desesperados aún se sentía una chispa de resistencia, pequeña y frágil, pero viva.

Imagen de los carros llegando la Logroño

El infierno en la tierra

La cárcel de Logroño estaba situada junto al río, y eso precisamente era su condena. El agua se filtraba constantemente, dejando las paredes húmedas y frías. El suelo estaba cubierto de suciedad, y el aire olía a una mezcla de humedad, podredumbre y desesperación. No había camas, solo piedra dura donde nos acostábamos, envueltas en harapos insuficientes para protegernos del frío que parecía mordernos los huesos.

imagen en blanco y negro de un carcelero recorriendo la cárcel
Imagen de la cárcel de Logroño
Imagen de las mujeres acusadas metidas en una celda
Imagen de las mujeres acusadas metidas en una celda

Los carceleros nos vigilaban como si fuéramos bestias. Nos obligaban a rezar día y noche, gritando que debíamos arrepentirnos de nuestros pecados. Decían que éramos culpables de tormentas, enfermedades, vampirismo y akelarres. Nos acusaban de haber pactado con el demonio, de sembrar el caos.

Imagen de un inquisidor adoctrinando a una mujer

Nos obligaban a creer en Dios, a repetir sus rezos y a pedir perdón por pecados que no existían, pero yo solo podía pensar en nuestras propias creencias, esas que habíamos heredado de la tierra y nuestras madres. En mi pecho ardía una rabia contenida, una llama que se negaba a extinguirse, incluso en medio de la oscuridad.

Comienzan los
interrogatorios...

Imagen de los primeros interrogatorios
Imagen en blanco y negro de María con una hoja en blanco

Me piden que firme algo que no he hecho

Cuando comenzaron los interrogatorios, la mayoría de nosotras apenas entendíamos lo que nos decían. Sólo sabemos hablar euskera, mientras ellos usaban intérpretes cuyo verdadero propósito era distorsionar nuestras palabras. Nos presentaban confesiones ya escritas, documentos que no podíamos leer ni comprender del todo.

Imagen de un torturador
¿ n o f i r m a s ?
t e v a s a e n t e r a r
María Ximildegui con cara preocupada

Confiesa o sufrirás: eran las palabras más repetidas

A las que no confesaban, las sometían a torturas que ninguna de nosotras podría imaginar hasta vivirlas. Nos colgaban de los brazos hasta que el dolor se volvía insoportable. Nos sumergían en agua helada, dejando que el frío mordiera cada fibra de nuestro cuerpo. Los gritos de las compañeras llenaban las celdas, un sonido que no se podía borrar, que quebraba nuestra voluntad poco a poco. Muchas confesaban, no porque fueran culpables, sino porque el sufrimiento era demasiado para resistir.

Cada día pesa más que el anterior; el dolor, la confusión y el miedo se vuelven una carga insoportable.

Cada una de nuestras amigas muertas nos recuerda que nosotras aún estamos aquí, y que debemos seguir luchando por lo que es justo

Pasamos más de un año en esas celdas. Las noches eran eternas, llenas de frío y hambre. Algunas de nuestras compañeras no lograron sobrevivir. Cinco murieron, sus cuerpos frágiles vencidos por la enfermedad, la desesperación o el agotamiento y las torturas. Cada pérdida era un golpe, un recordatorio de nuestra fragilidad, pero también un motivo más para resistir.

María completamente desolada sóla en la celda

Salazar empieza a cuestionar la justicia inquisitorial al ver cómo las mujeres confesaban solo para detener el dolor

Odio disfrazado de fe

Salazar observaba con creciente inquietud los métodos de la Inquisición. Las confesiones eran arrancadas bajo tortura, palabras dichas entre gritos de dolor y desesperación. Las mujeres, débiles y aterrorizadas, admitían lo que fuera necesario para escapar del sufrimiento. Salazar empezó a cuestionar todo: ¿eran estas realmente brujas, o simplemente víctimas de un sistema que necesitaba culpables? Su mente, siempre metódica, no podía aceptar verdades construidas sobre el dolor ni pruebas basadas en el miedo.

Cada grito y cada confesión arrancada erosionaban su confianza en el proceso inquisitorial. ¿Qué justicia podía haber si las palabras de las mujeres nacían del tormento? Su fe en la misión que le habían encomendado comenzaba a tambalearse, y en su interior crecía la certeza de que la verdadera culpable era la maquinaria de odio que él mismo representaba.

Salazar observa lo que están haciendo a las mujeres
Salazar escribiendo artículos en su despacho

Movido por sus dudas, Salazar decidió investigar por su cuenta, alejándose de las presiones y las miradas de sus colegas inquisidores. Regresó a Zugarramurdi, un lugar aún marcado por el miedo y las acusaciones que lo habían puesto en el centro de la tormenta. Allí, entre susurros y recelos, habló con los aldeanos que habían señalado a sus vecinas, buscando entender el origen de las acusaciones. Lo que encontró no fueron pactos demoníacos ni ceremonias oscuras, sino un mundo de costumbres ancestrales profundamente enraizadas en la tierra y la supervivencia.

En su búsqueda, Salazar estudió hierbas recolectadas con esmero, rituales de sanación transmitidos de generación en generación, y prácticas de protección simples que habían sido transformadas en señales de brujería por el temor colectivo. Cada detalle reforzaba su convicción de que las acusaciones carecían de fundamento. Redactó informes meticulosos, analizando las inconsistencias en los testimonios y denunciando los métodos crueles que la Inquisición empleaba para obtener confesiones.

Las palabras que escribía fluían con una certeza nueva y firme: sin pruebas reales, no podía haber verdad, y sin verdad, toda condena era una injusticia. En su pluma encontró una voz distinta, una que no buscaba misericordia, sino justicia para las mujeres que sufrían bajo un sistema construido sobre el miedo.

Salazar tratando de convencer a los inquisidores

Llegó la hora

Salazar intentó convencer a la Santa Inquisición de detener el proceso, pero el juicio final ya era inevitable. A María y a sus amigas se les informaron que la hora había llegado. Salieron de las celdas encadenadas, descalzas y exhaustas, con sus fuerzas consumidas por el infierno que habían vivido. Nadie les explicó cuál sería su destino. Simplemente caminaron, en silencio, hacia un futuro que no podían imaginar, pero que todas temían.

Imagen de María asustada camino hacia el auto de fe